Hace algunos años escribía sobre Reikiavik:
“101 Reykjavík, el mítico distrito central de la capital islandesa, tiene para muchos un valor patrimonial equiparable a cualquiera de los centros históricos de las capitales nórdicas. Reikiavik, la ciudad que Verne imaginó como un pobre lodazal helado perdido en una continua tempestad es hoy como una excepcional perla arquitectónica y urbanística, luminosa y excéntrica, fuera de todo canon. Reikiavik es, además, una ciudad a escala que carece de monumentos que puedan llamarse tales, al menos según los modelos de ciudad europea. Su tejido residencial menudo y reciente, se extiende en varios núcleos configurando la trama urbana de la ciudad, en su mayor parte perteneciente al siglo XX.
Lo que funciona en Reikiavik lo hace a causa de su propia rareza. Y como ejemplo, el distrito 101, casco histórico a la vez que contemporáneo, funciona en la ciudad de la misma manera que los centros urbanos de épocas muy anteriores conservados en Europa. Esto nos debe hacer reflexionar acerca del valor relativo de la historia en el ámbito patrimonial. Así, podría afirmarse que esta relativización del patrimonio debería hacerse, no desde la antigüedad del elemento que se valora, sino desde la escala local en la que se matiza. Esta idea, llevada un poco más lejos, nos hace reconocer el valor patrimonial de la arquitectura y el urbanismo como el ejemplo palpable de una época. El patrimonio, lejos de consideraciones estéticas o de la calidad excelsa de su arquitectura, posee un valor intrínseco como registro construido de una época. Algo que siempre debe valorarse en alguna medida, si se entiende la tradición como algo vivo, una cadena en constante ampliación donde cada eslabón es importante por sí mismo”.
Pensar en el 101 Reykjavík como Patrimonio de la Humanidad era entonces, en cierto sentido, una provocación. Hoy, transcurridos unos años desde la bancarrota del país, es casi una necesidad. Islandia afronta un periodo de transformación que, de la mano de un turismo exponencialmente creciente, amenaza el equilibrio ecológico pero también el urbano y, como no podía ser de otro modo, el cultural.
Cerca del puerto de la ciudad, en el bello distrito 101, Kaffislippur es el lugar elegido por Reykjavík Bókmenntaborg UNESCO para la presentación de la edición bilingüe de “El gran norte”. Un libro escrito hace más de 15 años, cuando Islandia era un lugar invisible, el turismo era poco más que un fenómeno residual y la cultura islandesa comenzaba a despuntar internacionalmente gracias a sus dos grandes bastiones: la música y la literatura.
Sobre “El gran norte”, Ana Paula Ruiz decía en la revista “Trama y Fondo”:
“El sugerente título de este poemario revela dos dimensiones, la del punto cardinal y la espacial. Ambas acotan y prefiguran el gran espacio blanco como los hielos perpetuos o como la blanca página antes de cualquier grafía. Un territorio tan ancho como largo, tan primitivo como eterno, al que se nos convoca a la manera del explorador pionero. […] Pero no implicará eso impostura ninguna de la voz exploradora ante la digna vastedad del título. Valdría aquí la metáfora visual del grandísimo plano general cinematográfico de espacios abiertos, que sitúan muy bien la diferencia escalar entre la inmensidad de ciertos paisajes y lo que en ellos se sitúa. Trocándose en espacios abstractos que configuran otra geografía, ajena ya, a la que retrata. Es la diferencia entre la huella fotográfica y ya el mapa del poeta. […] La concisión geográfica de los lugares dibujan los puntos de un mapa propio. Puntos que funcionan como contrapuntos de lo que los poemas subsiguientes le vendrán a dar. Quizá los nombres de esas precisas geografías no son más que la huella que arrastra al recuerdo. La memoria, imperfecta siempre, de esa voz exploradora que elabora el extrañamiento de lo percibido y lo vivido”.
El gran norte es un territorio personal, casi secreto, del que solamente cabe esperar algún destello. Algunos invariantes: el frío, la pérdida, el goce de lo que existe tal como es, el prodigio sobrenatural escondido en lo común. El gran norte está hecho de recuerdos y reconstrucciones. De la evocación de lo lejano. Una evocación que, de manera casi inconsciente, se pone de manifiesto al escuchar la cuidada traducción de Elías Portela y Guðrún Halla Tulinius. El sonido del islandés entronca con la música primigenia de la poesía más ancestral. O, al menos, eso querríamos pensar al escuchar los versos de “El gran norte” transformados en “Norðrið mæra”.
La tarde cae en Kaffislippur cuando comienza la presentación. Español e islandés se suceden. Una lectura suave, fluida y casi silenciosa en un caso; una lectura pasional, no exenta de teatralidad y sonoridad, en el otro. Como intermedio, una conversación que desgrana algunos datos del libro. Cuándo se escribió, cómo se publicó, cuáles son las máscaras del escritor…
Al finalizar, el cantautor Óskar Kontra las Kuerdas toca acompañado de una guitarra su canción “El gran norte”, inspirada en el libro. Y todo fluye hacia la calidez, hacia una conversación que continúa durante horas entre los asistentes, sentados cómodamente, brindando con sus copas de vino.
El segundo evento organizado por Reikiavik Ciudad de Literatura de la UNESCO es un singular encuentro: encuentro entre libreros independientes de Reikiavik y Granada. Una mesa redonda donde debatir y poner sobre la mesa los retos comunes a los que la cultura, representada en este caso por las librerías, se enfrenta.
Marian Recuerda comienza su intervención llevando la querida Ubú Libros a tierras islandesas. Resulta interesante constatar cómo ninguna de las invitadas al encuentro puede presentar un modelo de librería independiente similar. Sencillamente porque dicho modelo no existe hoy en Islandia. Ubú Libros representa la apuesta por hacer accesible, sin renuncias, la literatura y la cultura a cualquiera que quiera acercarse a ellas. Sin bajar el listón de la exigencia, sino logrando hacerla atractiva. Es esta sin duda una apuesta arriesgada.
Marian habla del papel de las editoriales independientes, del cuidado que se imprime al producto personal. Y eso me recuerda, sin duda, a ese sabor genuinamente islandés, a la excelencia que un proyecto pequeño (en este caso, todo un país) puede ofrecer. Se habla de poesía, de teatro, de eventos culturales que se suman a la oferta literaria de su librería.
En Reikiavik, nos enteramos por las invitadas a la mesa redonda, la gentrificación, el turismo creciente y los beneficios económicos que acarrea, hacen que sea difícil seguir ofreciendo cultura literaria en el centro de la ciudad. En un 101 lleno de tiendas de regalos y agencias en las que organizar el viaje boreal, las escasas librerías ceden al mercado de recuerdos para turistas, relegan la poesía y el teatro frente a los productos literarios de masas, las revistas, el material de oficina y papelería… Sin olvidar que, además, el mercado de la propia lengua islandesa es terriblemente reducido.
Se debate brevemente sobre los beneficios del turismo para la cultura. Sobre el precio de alquileres y tasas. Sobre la importancia del fomento de la lectura infantil. Y, al final, pienso que las tiendas de música en Islandia resisten aún mejor que las librerías. Siguen siendo el reducto de una cultura verdaderamente independiente. Quizá un buen homólogo para Ubú sería la mítica 12 Tónar, una tienda de discos que sobrevive dentro de una pequeña casita islandesa en una de las calles más concurridas del 101.
El encuentro deja nuevas ideas y una cierta frescura, plantea interrogantes prácticos sobre la gestión de los espacios culturales independientes y deja una cosa clara: es necesario un cuidado especial, casi el alma, por parte de quienes se enfrentan a estos retos como modo de vida. Porque la colaboración, la red que construimos entre todos, resulta imprescindible en un entorno donde el apoyo institucional a mayor escala sigue siendo escaso.
Los dos encuentros han sido intensos. En lo personal y lo profesional. Y entre tanto, Islandia ha pasado bajo nuestros pies. En las placas tectónicas que separan Europa y América, en el geiser lleno de turistas, en un concurrido sur lleno de aparcamientos repletos. Pero también en las cumbres vacías de la tormenta, en el pálpito de una naturaleza viva, en los cálidos interiores de la casa de los amigos, en las piscinas de agua caliente de cualquier pueblo, en el oscurecido glaciar desde donde llegar al centro de la Tierra. Y también en el distrito 101, del que hace algunos años la escritora Auður Ava Ólafsdóttir destacaba, por encima de todas sus otras cualidades, el silencio.
José Miguel Gómez Acosta