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En recuerdo de Antonio Jiménez Torrecillas

Antonio Jiménez Torrecillas

(Texto publicado en El Intercambiador Express, nº2, magazine gratuito sobre diseño y cultura con formato de periódico, realizado por estudiantes y profesores del centro educativo Estación Diseño)

La luz. Antonio Jiménez Torrecillas hablaba de la luz como la materia prima decisiva, el material primordial con el que se construye la arquitectura. Y Antonio era luz. Su amor por la vida y por sus amigos, su amor por Granada y por su profesión, hacían de él un creador único y diferente. Un arquitecto sincero y alegre dotado con la capacidad de pensar y construir espacios que transmiten su respeto y cariño hacia el pasado, presente y futuro de nuestra realidad.

Diálogo. Entre lo viejo y lo nuevo, entre lo que nos han legado y lo que legaremos a las futuras generaciones. Ese es el otro gran pilar de la obra de Antonio Jiménez Torrecillas, quien consideraba que no sólo es importante el respeto hacia lo que hemos recibido, sino que igual de decisivo es aquello que heredarán los que han de sobrevivirnos. El diálogo continuo entre estos dos aspectos atraviesa toda su magnífica obra. La arquitectura como una capa más en el proceso de construcción de un entorno entendido como paisaje físico y sentimental.

“Vivo en el mundo, pero duermo en Granada”, afirmó en alguna entrevista, y es lo que puede resumir una actitud sabia, de alguien que parte de un legado personal y potente, como es la ciudad de Granada y todo su pasado árabe, pero que mira hacia fuera y hacia el futuro, que integra lo local en lo universal, lo antiguo en lo nuevo, el patrimonio en lo venidero.

En cualquiera de sus obras, sobre todo en las de su segunda etapa – desde la construcción del Centro José Guerrero -, ese diálogo constante está presente. Además de la búsqueda de una luz constructora, sutil, que acompaña al visitante y que define espacios y recorridos.

El museo, situado en pleno centro de Granada, junto a la Catedral Renacentista, sorprende por su radical modernidad tranquila, silenciosa, sin gritos, que dialoga constantemente con la imponente presencia del templo, y que asume su condición de estrato en el proceso de construcción de una ciudad tan cargada de historia. Así mismo, recorrer sus distintos niveles, admirar los exquisitos detalles constructivos y los materiales, deleitarse en una restauración respetuosa y ejemplar, supone un camino de ascenso hacia la luz, hacia una última planta-mirador que nos ofrece un abrazo con las cubiertas de la Catedral, con la visión de la ciudad histórica.

Diálogo y luz construyen igualmente el proyecto de la Muralla Nazarí en el Albaicín. Una pieza casi de Land Art que trata el resto arqueológico con cariño, pero sin complejos, que suma un nuevo escalón en su proceso de construcción, que habla de su tiempo pero al mismo tiempo mira al pasado y al futuro. La idealización del muro construido, de la luz atrapada en un espacio ambiguo, que ni es interior ni exterior, que mira y es mirado, un mirador-objeto que capta a la perfección la idea del espacio ambiguo del zaguán andalusí. El misterio de la arquitectura atemporal.

La torre del Homenaje en Huéscar, Granada, es de nuevo un diálogo entre el resto fortificado y el paisaje que la rodea. Un mirador que se añade con delicadeza al antiguo edificio árabe, una nueva capa material e histórica que construye un camino ascendente hacia el cielo, hacia la luz una vez más, un recorrido que busca ofrecer miradas siempre cambiantes y novedosas, gracias a las lamas de madera discontinua que lo construyen.

La restauración del Museo de Bellas Artes de Granada, en el Palacio de Carlos V, vuelve a ser un diálogo sorprendente. Una conversación inagotable y multirreferencial. Las obras de arte dialogan con el museo y con el visitante, que a su vez lo hace con el propio edifico y con el poderoso entorno histórico; todo envuelto por una luz tratada de forma magistral, tamizada y construida para acompañar al visitante en un recorrido por la historia de la historia.

La estación de metro de Alcázar Genil, obra casi póstuma del arquitecto, lleva a extremos magistrales los dos conceptos presentes en toda su obra. Un espacio imponente que recuerda a una catedral simplísima, casi al esqueleto de una catedral. Una altura sobrecogedora debajo de tierra, un tratamiento de la luz con vocación sacra, que convierte al espacio en algo místico, y una limpieza y sinceridad abrumadoras. El diálogo entre los materiales desnudos, la huella ingenieril, real, cruda; y los restos arqueológicos (un albercón de época narazí que alcanzaba hasta el edificio del Alcázar) resultan en un espacio mixto, una estación de metro que además es un museo, que es una catedral, que es una huella de nuestro tiempo, que es un resto arqueológico. Arquitectura inagotable.

Antonio Jiménez Torrecillas deja tras de sí obras bellísimas, amigos, familia, alumnos, compañeros, y también una lección imprescindible: para ser moderno no hay que gritar; hay que hablar el lenguaje de nuestro tiempo, hay que abrazar el pasado y el futuro a la vez y, sobre todo, hay que pensar y crear con verdad y alegría. Los grandes creadores no mueren del todo; los vemos y los revivimos en sus obras, nos hablan desde ellas. Antonio se ha convertido en aquello de lo que tanto hablaba: una capa más en la historia de Granada, un referente de su tiempo, una huella de luz y de sabiduría sencilla y alegre.

 

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