(Intervención de José Miguel Gómez Acosta, director de Márgenes Arquitectura en el homenaje a Antonio Jiménez Torrecillas del pasado 22 de abril)
Quiero compartir dos recuerdos, dos momentos de enseñanza que tuve la suerte de vivir con Antonio Jiménez Torrecillas.
El primero ocurrió cuando nos conocimos. Era el tiempo de la gran polémica en torno a la intervención en la Muralla Nazarí del Alto Albaicín. Por entonces yo escribía en el Ideal, el periódico local de Granada, sobre arquitectura y cultura contemporánea. De repente comenzamos a leer una serie de artículos especialmente críticos con esta obra. Tan críticos que llegaban a resultar algo violentos, no solo hacia el proyecto, sino hacia su arquitecto y, muy especialmente, hacia una manera de entender la arquitectura contemporánea.
De inmediato me posicioné y comencé a escribir dando una visión diferente. Yo no tenía relación en aquel momento con Antonio y ni siquiera conocía la obra. Pero había una serie de ideas reaccionarias en la crítica que se estaba realizando que me llevaron a presentar lo que, desde mi punto de vista, eran argumentos y razones capaces de arrojar otra luz sobre el asunto.
Al poco tiempo el propio arquitecto se ponía en contacto conmigo para darme las gracias por las intervenciones (que se sucedieron durante meses como parte de un interesantísimo debate arquitectónico) y para ofrecerse a enseñarme y explicarme su proyecto. De este modo, una mañana subimos juntos, en moto, desde Plaza Nueva hasta San Miguel.
Una vez visitada la muralla, Antonio me habló con gran serenidad de aquellos que tan duramente estaba atacando la intervención, haciéndome ver que, en el fondo, tanto a ellos como a nosotros nos movía el mismo motivo para expresar nuestras ideas. Ese motivo no era otro que el profundo amor por la ciudad de Granada. Según Antonio, ambas expresiones eran verdaderas y cada cual debía hacer, desde ellas, lo mejor que estuviera en su mano, sin despreciar la visión del otro, más bien intentando entenderla y, llegado el caso, comprender también mejor la propia opinión desde la de los demás.
El segundo momento ocurrió en época más reciente, durante el último curso que Antonio impartió como docente en su taller de proyectos de la Escuela de Granada. Al final de cada semestre Antonio solía organizar un día en el que sus alumnos, en riguroso turno de cinco minutos, presentaban un resumen de todo su trabajo a una persona externa a la clase, que actuaba a modo de jurado. Tuve la oportunidad de participar en estas sesiones varias veces, eligiendo proyectos que después normalmente publicábamos en MÁRGENES ARQUITECTURA. Algo que llamaba poderosamente mi atención era el hecho de que una de las matrículas de honor que otorgaba Antonio era decidida democráticamente por todos sus alumnos en votación secreta el último día de clase. Normalmente la decisión era prácticamente unánime.
En la última de estas sesiones Antonio, una vez solos en el departamento de proyectos, quiso enseñarme dos propuestas que, si bien no contaban con la máxima calificación, habían obtenido una nota muy buena. De la primera quiso resaltar que la persona que la había realizado había pasado “de cero a cien” en seis meses y que probablemente era quien más había evolucionado, trabajado y aprendido, independientemente del resultado, durante el curso. Y eso debía ser reconocido. La segunda propuesta que Antonio había seleccionado para mostrarme era un proyecto que, en una primera visión, me había resultado extraño, casi anómalo. Al comentarle esta impresión Antonio exclamó, con ese entusiasmo suyo tan contagioso: “¿verdad que sí? Es una solución que a mí jamás se me habría ocurrido. Ni en un millón de años. Y me encanta. Aquí es donde verdaderamente yo aprendo”.
Al profesor Jiménez Torrecillas no le gustaba premiar el justo medio. Muy al contrario, quería reconocer los riesgos bien asumidos, mucho más estimulantes que la mera obediencia de lo correcto.
Antonio Jiménez Torrecillas, en mi opinión, es una de las personas que más ha contribuido a crear escuela, a ese concepto aún vago que es “la Escuela de Granada”. Estoy seguro de que el hecho de que el Aula Magna de dicha escuela no cuente todavía con su nombre, obedece a motivos que, en todo, parten desde el amor a la propia escuela. Aunque comparto ese amor, no comparto los motivos. Después del homenaje del pasado día 22 de abril, estoy seguro que, para todos sus amigos y alumnos, precisamente más por carecer de placa que así lo indique, el Aula Magna de la Escuela de Arquitectura de Granada es para siempre ya, el Aula Antonio Jiménez Torrecillas.